jueves, 25 de diciembre de 2008

San Juan de la Cruz, vida y poesía


Sobre la poesía de San Juan de la Cruz dijo Menéndez Pelayo: “Confieso que me infunde religioso terror al tocarlas, Por allí ha pasado el espíritu de Dios, hermoseándolo y santificándolo todo” y, realmente, esa es la impresión que tiene aquel que se acerca a su obra. Los estudiosos consideran que se trata de los poemas más dificultosos de la literatura española. “Incorrecto”, “sublime” y “completamente nuevo” es la visión que tiene Pi y Margall del santo. Jorge Guillén, al igual que Goytisolo o José Hierro, se quejan de l “exceso” de misterio de su poesía, y es que nos encontramos ante un autor completamente al margen de las concepciones artísticas de su tiempo. El mismo San Juan califica sus versos de “dislates” y dice que no podrán ser comprendidos cabalmente por él ni por sus lectores. Sus palabras resultan de esfuerzo por comunicar algo que, de por sí, resulta incomunicable, una experiencia espiritual concebida en pleno éxtasis místico, “lo que Dios comunica al alma […] es indecible”. Sin embargo, son ese lenguaje casi onírico y, quizá delirante, San Juan logra hacernos partícipes de su experiencia pero, para ello hay que seguir los consejos de J. Coll y Vehí, que dice que a San Juan hay que leerlo “con el corazón, más que con los ojos”.

Nacido en 1542, su nombre era Juan de Yepes y Álvarez. Su padre, Gonzalo de Yepes, provenía de una buena familia toledana de comerciantes y sederos pero, al casarse con Catalina Álvarez, una criadita de Fontiveros, fue no sólo desheredado, sino también desclasado por su familia. Resulta extraño este hecho, ya que el marido solía elevar a su condición social la de su esposa, no a la inversa, y es que parece ser que sobre Catalina pesaba la “infamia” de ser una morisca conversa. A partir del casamiento, Gonzalo y Catalina se ganaron la vida como tejedores de burato (oficio precisamente asociado a las minorías moriscas). Sus condiciones de vida no fueron buenas.
Tuvieron tres hijos: Francisco, Luis y Juan que, desde muy pequeños, sufrieron los estragos del hambre. Luis falleció siendo aún niño debido, probablemente a la desnutrición, y muchos expertos creen ver en el metro cuarenta y ocho centímetros que medía Juan, un efecto del raquitismo infantil. Cuando el padre murió, Catalina, sin conseguir ningún tipo de ayuda por parte de la familia de su esposo, prueba fortuna en Arévalo y en Medina del Campo, y es en esta última ciudad donde, afortunadamente, consigue colocar a Juan en calidad de huérfano en el colegio de la Doctrina Cristiana. Allí se ensayará en numerosos oficios, tales como carpintero, sastre, entallador o pintor. También servirá como mozo de enfermería en el Hospital de las Bubas (como se conocía por entonces el hospital de los sifilíticos). Ya en esta etapa infantil surgirán los primeros testimonios de su sensibilidad espiritual, relatando varias experiencias en las que afirma haber sido salvado por la Virgen de morir ahogado.
Gracias a una subvención del mismo hospital, comienza a cursar estudios de humanidades con los jesuitas de Medina, entre los 17 y los 21 años, teniendo ocasión entonces de estudiar los clásicos latinos. En 1563 ingresa en el convento de los Carmelitas con el nombre de Juan de Santo Matía. Será uno de los privilegiados que la orden envía a estudiar a Salamanca (la Salamanca de fray Luis de León, Gaspar de Gramal, Martínez Cantalapiedra y Juan Gallo), recibiendo así una de las educaciones más esmeradas de la época. Será en esos años cuando comience su fama de austeridad y de virtud. En 1567 ocurre un hecho importante. Fray Juan de Santo Matía, recién ordenado sacerdote, conoce a Santa Teresa de Jesús. Ésta consigue convencerlo para que la ayude a realizar la reforma espiritual del Carmelo. A partir de entonces pasará a llamarse fray Juan de la Cruz, pareciera que como adelanto de lo que iba a ser su vida. Preso de una espiritualidad exacerbada, con cierta frecuencia sufría dramáticas experiencias de éxtasis. Bernabé de Jesús habla de sus “artejos descalabrados”, refiriéndose a las lesiones de sus nudillos, con los que golpeaba constantemente la pared para poder volver a un estado normal de conciencia. Se testimonian también sus experiencias de levitación, la aparición sobre él de aureolas y resplandores, sanaciones milagrosas, dotes de clarividencia y, sobre todo, una sensatez a toda prueba.
Trabaja incansablemente en la reforma del Carmelo y funda numerosos conventos. Su espíritu reformista le granjeó numerosos amigos, pero también grandes enemigos, sobre todo entre los seguidores del iluminismo y el alumbradismo. En 1577 es hecho preso por los Calzados. Le incautan numerosos papeles y documentos, aunque él consigue destruir muchos de ellos tragándoselos. Es trasladado entonces a Toledo, donde estará encarcelado por espacio de nueve meses en una celda de seis pies por diez. Tal vez fue esta una de las experiencias más terribles para Juan de la Cruz. Con objeto de que abjurara de la Reforma, los hermanos Calzados lo sometieron a numerosas vejaciones y malos tratos. Durante la primera etapa de su cautiverio le impedían cambiarse de ropa, que se le iba pudriendo sobre una espalda ensangrentada por los latigazos. Lo alimentaban sólo de pan y agua (y ocasionalmente alguna sardina), apenas le cambiaban el cubo en el que hacía sus necesidades y acaba enfermando de disentería. Aislado totalmente, comienza a sentir el peso de las dudas y de la culpabilidad. Es en esos momentos de dura prisión cuando nacen en su mente los primeros versos del “Cántico espiritual”, que recita de rodillas y a gritos en la soledad de su celda. A pesar de su pésima condición física consigue finalmente idear y llevar a cabo una fuga, logrando refugiarse en un convento reformado, donde lo primero que hace es comenzar a dictar los primeros versos del “Cántico”. Cuando se recupera, continúa su labro y sigue fundando conventos, ahora por toda Andalucía. En 1582 entra como prior en el convento de los Santos Mártires de Granada, donde termina de escribir el “Cántico”, escribe la “Subida del Monte Carmelo”, la “Noche oscura” y la “Llama de amor viva”.
Dentro de la misma Reforma se producen disensiones que volverán a atacar cruelmente a fray Juan de la Cruz. A través de graves coacciones se consiguen testimonios que ponen en entredicho la integridad de la conducta moral de Juan. Esta acusación resultaba realmente peligrosa, ya que podían usar las imágenes espirituales del “Cantico” y de la “Noche oscura” como manifestaciones de erotismo, apoyándose además en la arriesgada proximidad del “Cántico espiritual” al “Cantar de los cantares” (especialmente peligroso después del Concilio de Trento). Todo esto se le hace muy penoso a Juan, no solo por tener que defenderse de esas acusaciones (que acabaron por no resultar convincentes), sino por verse humillado por sus propios hermanos de hábito. Amargamente Juan expresará entonces: “cuando estoy entre piedras tengo menos que tropezar que cuando estoy entre hombres”.
Las dificultades acompañarán a fray Juan de la Cruz hasta los últimos momentos de su vida. En La Peñuela enferma a causa de una inflamación en el pie derecho y acude a Úbeda a curarse. Allí, el prior del convento lo trata con extrema severidad, y la infección inicial se convierte en una septicemia con dolorosas consecuencias. En la noche del 14 de diciembre de 1591 los frailes, rodeando su cama, portan velas encendidas y comienzan a entonar el “Miserere”, pero Juan, ya moribundo, le pide a sus hermanos que en lugar de las oraciones agonizantes le regalen con los versos de el “Cantar de los cantares”, aquellos que tanto amara y que le sirviesen de inspiración para componer su “Cántico espiritual”. ¡Qué preciosas margaritas!, exclama arrobado por la belleza de aquellos versos, antes de anunciar que a las doce irá a cantar maitines al cielo. Precisamente, cuando las campanas tocan la medianoche, fray Juan de la Cruz, nacido Juan de Yepes y Álvarez, fallece.


SU OBRA Y LA POESÍA ORIENTAL

Dice López-Baralt: “…aún no hemos terminado de comprender su obra, pero tampoco de hacernos cargo de su vida, misteriosa y triste noche oscura que sólo a veces recibió el consuelo –esto sí, abismalmente completo- de la fuente luminosa “que mana y corre”. La singularidad de su obra está sin duda en su excelente calidad estética. Los constantes y delirantes quiebros de su poesía dibujan con increíble maestría, no sólo imágenes de naturalezas vivas y exultantes, plenas de amorosa pasión, sino que son capaces de sumergirnos en la idealidad del sentimiento místico, donde las aparentes contradicciones de significado y forma acrecientan la etérea sensación de estar viajando a vuelo, sobre los misteriosos rincones del espíritu. A todo esto hay que sumarle el desconcierto que produce el comprobar que no se trata de poemas elaborados siguiendo los cánones de la métrica, sino que “explotan” desde la pluma del poeta, derramando en el papel todo el sentimiento de su experiencia espiritual, que él mismo no acierta a comprender. De hecho, escribe luego una “prosa aclaratoria” en la que intenta explicar el significado de sus versos, pero estas aclaraciones resultan tan enigmáticas y confusas como los propios poemas.
La poesía de San Juan de la Cruz no se parece a ninguna otra poesía de su época en el mundo cristiano, pero tiene una cercanía sobrecogedora con la poesía oriental. Él mismo, en un prólogo al “Cántico espiritual” dice, sobre las semejanzas y comparaciones con que se expresa en sus poemas que: “no leídas con la sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón, según es de ver en los divinos Cantares de Salomón y en otros libros de la Escritura divina donde, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas”. Precisamente será en el “Cantar de los Cantares” donde San Juan admita haber aprendido su “poética del delirio”. Así, dice el esposo en los versos de Salomón:

Os conjuro, hijas de Jerusalén
(por las gacelas y ciervas)
que no despertéis ni inquietéis a mi amada
hasta que a ella le plazca.

Yo te desperté debajo del manzano,
allí donde te concibió tu madre,
donde te concibió la que te engendró
.

Mientras que San Juan escribe:

Por las amenas liras
y canto de sirenas os conjuro
que cesen vuestras iras,
y no toquéis al muro,
porque la Esposa duerma más seguro.

Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada,
allí te di la mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fuera violada.

Sin duda oriental, y más concretamente semítica, es toda la concepción simbólica del “Cántico espiritual”. San Juan hereda la tradición del libro atribuido al rey Salomón, de las jarchas y de la poesía árabe popular. Luce López-baralt describe esa influencia semítica (con la que posiblemente tomó contacto San Juan en Salamanca, de la mano de los hebraístas fray Luis de León o Cantalapiedra) como: “la frecuente incoherencia verbal; el fragmentarismo borroso de un argumento que nunca acabamos de comprender; los cambios abruptos de espacio; la incongruencia de los tiempos verbales y los desplazamientos temporales injustificados; las imágenes desconcertantes; la fuerte ambientación oriental, el erotismo encendido de los amantes que se celebran mutuamente con unas libertades eróticas que hubieran dejado perplejos a los neoplatónicos Tetrarca o Gracilaso”. Todos estos elementos, propios de la poesía semita, los vamos a encontrar también presentes en el “Intérprete de los deseos” de Ibn Arabí, el mistico árabe nacido en Murcia en 1164, y sobre el que muchos estudiosos especulan si no pudo estar en alguna ocasión en manos de San Juan de la Cruz, ya que sorprende descubrir en el “Cántico” ciertas similitudes con esta obra de Ibn Arabí, aunque esto podría deberse también al hecho de que ambos experimentaron con gran intensidad la experiencia mística del amor divino (tema sobre el que habla extensamente el filósofo y poeta murciano en sus obrar). Encontramos estos versos en “El intérprete de los deseos”:

Cuántas veces desmontaban en campiña yerma y solitaria, / acampaban y extendían sus alfombras / la convertían en jardín frondoso y florecido, / cuando antes sólo era desolada aridez.

Bebe las primicias de su vino con su embriaguez / y goza del cantar que allí se dice…

Hablo a las palomas que arrullan en el boscaje / entre las ramas, con variados tonos de dolor, / y sin lágrimas lloran por su amante, / mientras lágrimas de tristeza manan de mis ojos. / Y pregunto con mis ojos abundantes / de llanto que delata mi sentir: / ¿sabes algo de la que amo? / ¿ha reposado al mediodía a la sombra de tus ramas?

Mientras que en la obra de San Juan lo encontramos así:

Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura, / y, yéndolos mirando, / con sólo su figura / vestidos los dejó de su hermosura.

En la interior bodega /de mi Amado bebí, y cuando salía / por toda aquesta vega, / ya cosa no sabía; / y el ganado perdí que antes seguía. Allí me dio su pecho, / allí me enseñó ciencia muy sabrosa / y yo le di de hecho / a mi sin dejar cosa; / allí le prometí de ser su Esposa.

Oh bosques y espesuras, / plantadas por la mano del Amado! / ¡Oh prado de verduras, / de flores esmaltado! / Decid si por vosotros ha pasado.

Las influencias orientales en la poesía de San Juan de la Cruz sólo nos hablan de la intensidad de su vivencia espiritual, incapaz de eliminar de su expresión todo aquello que le pudiese servir para “traducir” ese “lenguaje de Dios”, que decía haber escuchado en el interior de su alma. Apunta López-Baralt que San Juan es posiblemente el único poeta occidental en urdir un lenguaje de sentidos potencialmente infinitos: el único capaz de acercarse a la traducción de su encuentro con el Absoluto. Ese encuentro, fruto de una desesperada búsqueda espiritual, nos deja la indeleble huella del Amor Divino, impresa a fuego en unos poemas que delatan, sin duda, esa identificación final del amante con el objeto de su amor: Oh noche que juntaste / Amado con amada /amada en el Amado transformada, por ser esta la suprema perfección del alma, a la que San Juan y tantos otros aspiraban.

San Juan de la Cruz en Granada: La poesía del espíritu en el Campo de los Mártires


Hace algunos años se recordaba en Granada la historia de uno de sus lugares más emblemáticos, el que actualmente se conoce como Carmen de los Mártires. Este Carmen, situado muy cerca del recinto de la Alhambra es, por su bella edificación y los hermosísimos parajes que lo rodean, un espacio realmente evocador y querido para la ciudad.
Durante un tiempo fue residencia de los reyes de España don Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia y contó, además, con presencias ilustres como las de José Zorrilla (que había sido “coronado” en el Palacio de Carlos V), Manuel de Falla, José María Rodríguez Acosta, Mariano Bertuchi, Fernando de los Ríos y Federico García Lorca entre otros. Pero el palacete y los jardines por los que pasearon estos personajes ceden relevancia ante la historia, mucho más antigua, del lugar donde luego sería emplazado el Carmen y de los poemas que allí escribió San Juan de la Cruz.
Situado en la colina sur de la Alhambra, fue llamado por los árabes del siglo XI campos Baúl y, por los cristianos corral de los cautivos, aunque más tarde se conocería como Campo de los Mártires, por los silos y mazmorras que allí se emplazaban y por las muertes de numerosos cristianos (según cuentan las crónicas de la época) que, como los frailes Juan de Cetina y Pedro Dueñas, allí fueron presos y degollados ya por el año 1397. Este Campo de los Mártires fue también el lugar en el que Boabdil, al que la historia adjudica el nombre de “el rey Chico”, entregó las llaves de la ciudad al Gran Cardenal Mendoza. Poco después, la reina Isabel la Católica fundó y mandó edificar allí una ermita. Esta sería la primera iglesia de Granada, puesta bajo la advocación de los Santos Mártires. Gracias a la intervención del Conde de Tendillas, la ermita sería luego entregada a la orden de los Carmelitas, y así es como el 20 de enero de 1582, llega a Granada como prior del convento de los Santos Mártires San Juan de la Cruz. Este será el momento en que el santo gozará de mayor fecundidad literaria. Sobre ellos escribió el padre fary Juan evangelista: “Yo he vivido y andado con nuestro santo padre fray Juan de la Cruz por más de nueve años en su compañía, y doy fe que le vi escribir en Granada casi todos los libros que compuso”. En Granada terminó de escribir el “Cántico espiritual”, que bullía incesantemente dentro de su cabeza durante los meses que estuvo preso en Toledo, y que comenzó a poner sobre papel en cuanto logró escapar de allí. Escribió también la “Subida al Monte Carmelo”, la “Noche Oscura” y la “Llama de amor viva”. Tras esta etapa en el convento de Granada, prácticamente abandonó la poesía.
Quiere la tradición que algunas de las descripciones de esa naturaleza en la que la esposa busca y se encuentra con el esposo (bellísima imagen del encuentro del alma con Dios), estén inspiradas en la proximidad de la Alhambra, así como en las frescas arboledas que rodean la fortaleza árabe y el mismo Campo de los Mártires. Escribió el poeta:

¡Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prado de verduras,
de flores esmaltado!
Decid si por vosotros ha pasado.

Existe, además, un impresionante cedro al que popularmente se conoce como “cedro de San Juan de la Cruz” sobre el que Lafuente Alcántara dijo en 1843: “Junto al convento, del cual no quedará dentro de breves días sino memoria, descuella un cedro del Líbano, algunos opinan que a él y a las almenas que desde sus copas se descubren, son alusivas aquellas estrofas que San Juan de la Cruz puso en boca de la esposa al componer su canción de la Noche Oscura:

En mi pecho florido
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de los cedros aire daba.

El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.”

El palacete de los Mártires fue construido en el solar que en su tiempo ocupó el convento (del que hoy no queda nada) pero aún, bajo los jardines franceses o al fuente del Felipe II, están los pasos de San Juan de la Cruz. Desde aquellos mismos lugares ya había escrito el poeta árabe Ibn Zamrrak: “Jamás vimos alcázar más excelso / de contornos más claros y espaciosos. / Jamás vimos jardín más floreciente / de cosecha más dulce y más aroma…”. Inmerso en aquel jardín fue que se entregó el santo a la contemplación de sus delicias, sintiendo en su interior el eco de la voz de la esposa, clamando en busca del esposo:

Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.