miércoles, 2 de julio de 2008

Piensa mal...

Todos tienen su corazoncito



Indudablemente. Cuando una piensa que ya ha visto de todo, entra en el metro y se sorprende. Pues eso, que iba en el metro esta mañana, así en mis cosas (vamos, jugando con la HTC), cuando entra un tipo que parecía que se había quedado dormido encima de los fotogramas de una película gore: tatuado de arriba abajo con imágenes de miembros arrancados, demonios antropófagos y gente torturada entre otras interesantes estampas, todo ello aderezado con una más que generosa cantidad de sangre por aquí y por allá. Además de una negra camiseta bastante freek y una perilla, igualmente negra y bastante larga. Hasta ahí la cosa tampoco es tan rara, si no fuera porque iba empujando un carrito de bebé en el que asomaba una dulce y tierna criatura de rizos dorados y vestidito de flores, que parecía sentir una especial predilección por la gorra de… ¿papá? Viendo como aquellos bíceps con estampas salidas del túnel del terror mecía a aquella niñita, no se me ocurriría ponerlo en duda.
Hasta aquí un hecho curioso de los que te hacen pensar en los prejuicios y esas cosas. Pero hay algo más.
Unas pocas estaciones después, entra en el vagón un pedazo de tío de esos que cuando ves venir por la calle te dan ganas de cambiarte de acera, de barrio y de identidad si hace falta. Se trababa de un ejemplar de gran cultura (por el culturismo, digo yo), con unos brazos que parecían piernas y unas venas del grosor de una tubería. Sobre la amplia superficie de su brazo izquierdo, también tatuados, dos cuervos le sacaban los ojos a un viejo. Cabeza rapada, camiseta sin mangas y, por supuesto… un carrito de bebé con una tierna criaturita en su interior, totalmente vestida de rosa y que le hacía cucamonas al interfecto. Por un momento hizo amago de llorar (la niña) y por un momento pensé si aquella “bestia” no la cogería y la sacudiría hasta desencajarle los huesecillos, pero en lugar de eso estuvo haciéndole carantoñas con una paciencia infinita hasta que ésta se echó a reír.
Y ahí estaban aquellos dos, sentados uno al lado del otro, en frente de mi, con sus carritos y sus niñas, y unos nombres de chica, también tatuados, en sus muñecas derechas, presumiblemente de sus respectivas linduras. Viéndolos así casi podría esperarse que se hubiese iniciado una conversación entre ellos: que si cuánto tiempo tiene la tuya, que si yo lo pasé fatal cuando le salieron los dientes, que si dónde le compras los pañales, que sí quién te hace esos chorreones de sangre tan logrados, que si los esteroides por aquí, que si a fulanito le partí la cara por allá…, todo de lo más normal.
Y de vuelta a pensar lo curiosos que son los prejuicios: si ves a cualquiera de esos dos entrar a tu vagón, de noche, cuando no hay nadie más, acojonan de lo lindo, y lo primero que piensas es que te van a estrujar con esos brazos y se te van a salir los ojos como a los pequineses. Pero al verlos entrar con sus carritos, la primera idea que se te cruza por la cabeza es la de ritos satánicos con sacrificios humanos y potitos caducados. Sólo después, cuando miras de verdad por detrás de los tatuajes y el excedente de proteínas, ves a dos papis tiernos, derrotados, como todos, por su progenie. Y a mi se me queda cara de gilipichis porque, como casi todo el mundo en este mundo, lo primero (y confieso que también lo segundo) que hice, fue pensar mal.

2 comentarios:

cahlo dijo...

No descartes que los estén engordando para algún rito satánico :P

Profesor Tarantoga dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.